jueves, 24 de mayo de 2012

FLAN DE ABUELA EN CIERNES



Por Dios que acabo de ser abuela. Aunque no me lo crea el querubín está ahí, lloriqueando, porque quiere comer y no ve la hora.

Sólo treinta años antes su padre hacía lo propio. Y yo era una adolescente desconcertada que no sabía cómo aplacar la enconada llantina.

 Recuerdo a mi madre diciendo aquello de “hija cuando te haces mayor tú casi ni lo notas. Son los demás quienes se van dando cuenta. Tu siempre te ves bien”.

Algo de esa filosofía quedó para mis adentros. Acabo de hacerme la pregunta del millón. ¿Cómo puedo sentirme tan joven y ser abuela?. ¿En realidad soy joven?. Y sobre todo, ¿qué tiene que hacer una abuela para serlo de verdad?.

Sobre el papel tengo poco en común con las mujeres de las cuales fuí nieta. Hace unos meses corrí 10 kilómetros en 60 minutos, llevo una vida ajetreada como profesional y no habito entre fogones. Tampoco es que deba sentirme culpable por eso, pero cuando me miro en el espejo de aquellas mujeres regordetas y pobladas de surcos, las preguntas surgen como dardos que una se tirase contra su propia diana. ¿Qué esperará mi nieto de mí?. ¿Seré capaz de hacerlo bien?.

Le hago unas cuantas gracias al pequeñín y me dirijo a tomar café. En el trayecto suena el teléfono. Pido un cortado antes de atenderlo. “¿Sì?”. “Felicidades abuelita”, se oye desde el otro lado. Noto que guardo silencio.  Un silencio de esos en que no hablas porque no sabes muy bien que decir.

-Parece que tengo un nieto- alego finalmente con una sonrisa, que por distraída, provoca que el café se desborde, y en su barrena, casi me roce la chaquetilla blanca.

Es mi amigo Rodri, un abuelo cincuentón. Desde el oído  apretado contra el auricular puedo adivinar su sonrisa.

-Lo primero que deberías hacer es enseñarle a jugar a la Wii. Hay que romper esquemas- afirma convencido.

Acabo de reírme. Con ganas. Y no por la respuesta en sí sino porque, durante un instante digno del mismísimo Groucho Marx, he vislumbrado el gesto perplejo y reprobador de mis abuelas.

De pronto me viene a la mente la imagen temblorosa del cuerpecillo desperezándose. Los ojos abiertos y escrutadores, sin perder detalle de ese mundo que le sale al paso, y se abre, ante su presencia, con la misma ternura con que las flores se rinden a la luz.

Una sensación de alegría me embarga, como si la brisa templada que alivia Sevilla a estas horas de canícula, soplase para mis adentros.

 Acabo de concluir que tal vez mi nieto no espere nada. Al menos nada más allá de lo que yo le muestre.

Puede que la vida me brinde una oportunidad para dejar atrás los estereotipos de las abuelas y parecerme a mí misma.

Pues me gusta la idea. Ser abuela a la manera de una.

Dejar que el corazón me guie, con su sabio GPS, hacia la aventura más hermosa que jamás pude soñar.






© Foto y texto de Isabel Ripoll Espinosa




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