FLAN DE ABUELA EN CIERNES
Por Dios que acabo de ser abuela.
Aunque no me lo crea el querubín está ahí, lloriqueando, porque quiere comer y
no ve la hora.
Sólo treinta años antes su padre
hacía lo propio. Y yo era una adolescente desconcertada que no sabía cómo
aplacar la enconada llantina.
Recuerdo a mi madre diciendo aquello de “hija cuando
te haces mayor tú casi ni lo notas. Son los demás quienes se van dando cuenta.
Tu siempre te ves bien”.
Algo de esa filosofía quedó para
mis adentros. Acabo de hacerme la pregunta del millón. ¿Cómo puedo sentirme tan
joven y ser abuela?. ¿En realidad soy joven?. Y sobre todo, ¿qué tiene que
hacer una abuela para serlo de verdad?.
Sobre el papel tengo poco en
común con las mujeres de las cuales fuí nieta. Hace unos meses corrí 10
kilómetros en 60 minutos, llevo una vida ajetreada como profesional y no habito
entre fogones. Tampoco es que deba sentirme culpable por eso, pero cuando me miro
en el espejo de aquellas mujeres regordetas y pobladas de surcos, las preguntas
surgen como dardos que una se tirase contra su propia diana. ¿Qué esperará mi
nieto de mí?. ¿Seré capaz de hacerlo bien?.
Le hago unas cuantas gracias al
pequeñín y me dirijo a tomar café. En el trayecto suena el teléfono. Pido un
cortado antes de atenderlo. “¿Sì?”. “Felicidades abuelita”, se oye desde el
otro lado. Noto que guardo silencio. Un silencio de esos en que no hablas porque no sabes muy bien que decir.
-Parece que tengo un nieto- alego
finalmente con una sonrisa, que por distraída, provoca que el café se desborde,
y en su barrena, casi me roce la chaquetilla blanca.
Es mi amigo Rodri, un abuelo
cincuentón. Desde el oído apretado
contra el auricular puedo adivinar su sonrisa.
-Lo primero que deberías hacer es
enseñarle a jugar a la Wii. Hay que romper esquemas- afirma convencido.
Acabo de reírme. Con ganas. Y no
por la respuesta en sí sino porque, durante un instante digno del mismísimo
Groucho Marx, he vislumbrado el gesto perplejo y reprobador de mis abuelas.
De pronto me viene a la mente la
imagen temblorosa del cuerpecillo desperezándose. Los ojos abiertos y
escrutadores, sin perder detalle de ese mundo que le sale al paso, y se abre, ante
su presencia, con la misma ternura con que las flores se rinden a la luz.
Una sensación de alegría me embarga,
como si la brisa templada que alivia Sevilla a estas horas de canícula, soplase
para mis adentros.
Acabo de concluir que tal vez mi nieto no
espere nada. Al menos nada más allá de lo que yo le muestre.
Puede que la vida me brinde una
oportunidad para dejar atrás los estereotipos de las abuelas y parecerme a mí
misma.
Pues me gusta la idea. Ser abuela
a la manera de una.
Dejar que el corazón me guie, con
su sabio GPS, hacia la aventura más hermosa que jamás pude soñar.
© Foto y texto de Isabel Ripoll Espinosa
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