domingo, 24 de junio de 2012

BESO DE AMOR


Cuando amo los labios que beso, me convierto en un híbrido de deseo y ternura. 
Me gusta vivir en tu boca.
Podría escribir un libro, y hasta llenar una biblioteca, con la historia de los besos que amasaron nuestros labios.
Las guayabas, los atardeceres, las estrellas, la canela de los postres y los poemas se quedarían bien cortos.
Hay en el beso que te doy una impresión mórbida y tibia que me desbarata. Es como si bebiera vida de ti, como si un placer desconocido, hecho de mieles y estremecimientos, me pegase a tus labios. Y me despego de ellos a regañadientes, deseando volver.
La primera vez que sonreíste supe que había un mundo esperándome allí dentro. Un mundo que deseaba explorar. Lo que no supe, ni por asomo, es que ese mundo continuaría seduciéndome tras cinco millones doscientos cincuenta y seis mil minutos de vida en común.
En una era donde todo cambia a gran velocidad, los científicos no acaban de reparar en estos detalles. No se paran a pensar porque ciertas sensaciones, tan etéreas y presuntamente banales, como el placer de besarte, permanecen.
He pensado mucho sobre esto. La gente no suele hablar de los besos de amor. A lo sumo dicen, en privado, al oído, en un momento muy preciso, y preciado, de frenesí: “Me encanta como besas”. “Me encantan tus besos”. “Me gusta besarte”. “¡Que besos me das!”.
De los besos se ocupan más los poetas, los novelistas, los dramaturgos y los cineastas. El beso es eminentemente literario y mediático.
 Aunque vivamos absortos en asuntos que parecen importantes, los besos de amor no dejan de ser un pequeño oasis de plenitud en la rutina de los días que se parecen entre sí como gotas de agua. La gente desea soñar y evadirse. Soñar que es besada y que besa. Quiere amar, emocionarse y sentir que es única para alguien. No deja de ser curioso que todo esto pueda proporcionarlo un simple beso de amor.
Para los que sienten el amor como un yugo, besar es parte de una necesidad primaria. Y tantean los labios ajenos con desordenada torpeza, sin tiempo ni ganas para soñar. El sexo sin amor convierte el beso en un arrebato desprovisto de magia. No brota la primavera entre sus páramos urgentes. No se detiene el alma a escuchar el rumor del aire que cosquillea entre sus bordes, ni la melodía de esa sangre que late como un corazón desbocado. La lujuria, en su denodado afán por culminar, prescinde de ensoñaciones. Es sólo un sunami buscando alivio en cualquier desagüe. No importa cual, ni quién, ni nada. Sólo romper. Y a veces, más por orgullo que por sentimientos, que el otro rompa.
-“Ta bouche est mon foyer et tes lèvres les portes du ciel”-, susurraste una vez en aquel puente.
Nunca me había pesado tanto la ignorancia. Aunque comprendí que te referías a mi boca y a mis labios, no podía responder en un idioma que desconocía y que se volvía tan especial para aquella ocasión, precisamente en París.
Mis pupilas barrieron el cielo y la tierra y hasta las aguas melosas del Seine. Divisé una pareja con sus bocas entrelazadas, un ciclista que pedaleaba suavemente en silencio, un barco que surcaba el río, un perro que husmeaba a nuestro lado, una señora que caminaba tirando de la correa del perro, moscas volando sobre los dos, mosquitos entre la piedra grísea del puente y el agua tupida y verdosa y hasta una mariquita remontando a duras penas el pavimento. Nada que estuviera escrito en francés.
 De pronto reparé en mis manos apoyadas sobre las losetas de la baranda. Había algunas frases grabadas por los viandantes. Sabía que “baisiers” quería decir beso, así que me aventuré a escoger la frase que contenía aquella palabra y a pronunciarla en voz alta, mientras te miraba.
-“Tes baisers sont mon pain de chaque jour”- dije esperando que tuviese algún sentido.
-Precioso- susurraste casi al momento en que tus labios rozaban los míos.
 Sobre aquel puente tuve la impresión de que los besos de amor y el amor que precede a los besos es un tanto poliglota. Y que los besos de amor no son un medio para otros fines. No se entienden, explican o razonan. Nada de eso.
Los besos de amor se dan con el candor y la dulzura que vive en los más profundo del corazón enamorado. 

lunes, 4 de junio de 2012

GRAND CANYON



Abismos insondables limados por el tiempo y los surcos del agua.

Tú y yo, como motas de polvo en un mar de columnas rocosas. Circundados por cordilleras y  paredes colgantes. Retratados en una cámara con ojo de ciclope. Tratando en vano de congelar un microcosmos que se resiste a mostrarnos el quid de su bello secreto.

Observo las instantáneas como si fuesen una burda mentira.

-Menuda estafa- comento, mientras paso, una a una, las fotos tomadas durante nuestro paseo por el South Ring.

Al volverme noto que transpiras. Tu ropa dibuja cercos húmidos y arrugas el ceño para protegerte de la luz imposible que llueve sobre el mediodía.

-Este paisaje requiere algo más sofisticado, cariño-

 El viento quema. Vamos notando la sed.

Al detener los ojos puedo atisbar como hierve el aire. Lo sé por esa especie de ondulación transparente que burbujea y deforma mi visión del horizonte.  Como si fuera una lengua de asfalto expuesta a la calorina en pleno desierto.

Son más de 50 grados.  La desolación puede acariciarse. Como el silencio.

Al borde del precipicio flaquean las piernas. Hay cuervos que merodean. Y yo me muevo  cual taimado reptil. Arrastrando los pies para no caer en esa trampa de vértigo que nos tiende la geografía.

El  camino es sinuoso, cercado por arboles de escasa estatura y matorrales. Al otro lado el precipicio. Como si alguien o algo hubiese colocado la visión del fondo en el punto exacto para  despeñarse.

Sobrecogedor.

-¡No doy un paso más!- exclamo observando tus botas al borde del desfiladero.
 – ¡Ten cuidado!- añado vacilante.

No soporto el vértigo que me produce tu despreocupado cortejo al vacío. Con un dedo apuntas al aire desnudo. Eres el don de la insolencia.

-¡Impresionante!. Ahí abajo está el Colorado- te oigo decir.

La parte delantera de tu calzado de montaña pende de un suelo invisible.   Has desplegado los brazos dibujando esa cruz funámbula que corta la respiración. Como el mismísimo Man on Wire caminando por su cable de acero entre las torres gemelas. Cuarenta y cinco minutos yendo de la sur a la norte, de la norte a la sur. Te veo capaz de eso.

-¡Por favor no hagas tonterías!-

-Es un río turbio, parece hecho de lodo. Nada que ver con lo que contemplas desde tu oficina. ¡Vamos, acércate!-

Me cierro en banda.

-¡Ni hablar!-

Ríes. Tu risa se propaga entre los estratos coloreados de las rocas.

-¡Mira que hermosura!. ¡Vamos!. ¡Es una vez en la vida!-

Tengo una sed horrible. De agua, de ver, de congelar este instante y grabarlo para siempre en la retina del alma.

Mi boca es un trozo de esparto. He de ajustarme el sombrero para   frenar unos rayos que aguijonean como avispas. Logro llegar hasta tu posición. ¿Por qué siempre me convences?. No hay duda, en lo que toca a curiosidad, soy  presa fácil.

En verdad resulta espectacular este fondo de gargantas surcadas por el río que divisa mi atrevimiento. Puedo atisbar flores de agave jalonando senderos que serpentean por las estribaciones del cañón y desaparecen bruscamente en  tramos inescrutables.

El corazón late perplejo. Desbordado por el horizonte. Rendido ante la belleza más inaudita.

Grand Canyon.  Se ha grabado en mi memoria a fuego de yunque entrañable.


 No hay recuerdo en mi vida que se le parezca.


© Foto y texto Isabel Ripoll Espinosa