ARRECIFES
No había practicado snorkel en mi
vida. Alguna vez buceaba conteniendo la respiración. Por lo general en una piscina;
o en mar abierto, a escasos metros de la
orilla.
Tampoco duraban mucho aquellas
inmersiones. El miedo entornaba mis ojos y me forzaba a consumir las reservas
de oxígeno.
Pero aquel día de Septiembre estábamos
suspendidos sobre el segundo arrecife de
Coral más grande del mundo. Setecientos kilómetros desde la Península de Yucatán
hasta Honduras. Sesenta tipos de corales y quinientas especies de peces. Era
una oportunidad única.
Es jueves. El sol refulge sobre
nuestras cabezas y la barcaza está
fondeada en un mar plácido y esmeralda. Basta con observar la superficie para distinguir
los corales, los peces y la arena. Una
arena blanca y fina surcada por sombras
de agua ondulante.
Mientras el patrón nos explica de
qué forma hemos de ajustar el salvavidas, la máscara y las aletas, sellar los labios alrededor
de la boquilla del tubo y respirar por
la boca, siento que el mar me llama como un gentil y hercúleo tritón hacia sus aguas tranquilas.
Después de escuchar su arenga, comienzo
a descender por una escalera de la barcaza y a sumergirme en el agua templada y
sedosa, hasta desprenderme por completo del pasamanos y bracear. Calculo que el
fondo puede estar a unos cinco metros. Pensar en el mundo de criaturas submarinas
que bulle bajo mis pies me produce desasosiego.
Observo que el instructor efectúa
un movimiento ostensible con su brazo en alto. Es la señal de inmersión. Me ajusto
las gafas para sellarlas bajo la nariz, introduzco el tubo en la boca y
comienzo a respirar a través de él. Estoy lista, pero no acabo de decidirme.
Retiro el tubo y vuelvo a colocar la máscara por encima de mis cejas.
Formamos un grupo de diez
personas, todas vueltas hacia el fondo, con el cuerpo en horizontal y dando la
espalda al sol del mediodía. Yo continúo braceando. Mis piernas han contactado
con un objeto suave. Noto como se mueve, y eso dispara mi
imaginación.
El instructor emerge para vigilar
el grupo. Continúo petrificada, incapaz de
moverme desde el lugar que ocupo en el agua, a escasa distancia del bote. El se
percata y comienza a nadar en mi dirección. Cuando
llega junto al bulto que formo en la superficie, hunde su cabeza en el manto de agua. Siento
una especie de tirón bajo mi cintura. Emerge de nuevo, se ajusta la máscara a
la altura de la frente y me observa arqueando ambas cejas.
-Es la cuerda del salvavidas –
-¿Lo que me está rozando? -inquiero
presa del terror.
-Lo que rozabas-corrige –. Ya está solucionado-
Le doy las gracias. Tengo las
gafas sobre la frente y el tubo pende de un lateral. No hago ademán de
ajustármelos. El hombre de piel canela adivina mi inquietud.
-¿Y ahora qué?. ¿Tienes miedo?- pregunta.
-Mucho- afirmo con rotundidad.
Sonríe. Parece que mi franqueza le divierte. A mí no. El es un experto buceador y yo una mujer asustada que inventa monstruos marinos y no está para sonrisas.
- Una respuesta valiente. ¿Es la
primera vez?-
¿Qué puedo hacer, excepto asentir?.
Frunce el ceño y prosigue con voz cautelosa:
-Haremos una prueba antes de
empezar. Ajústate el tubo y la máscara y, sin cambiar de posición, inclina la
cabeza para introducirla en el agua todo el tiempo que puedas. Respira siempre
por la boca, ¿de acuerdo?. Adelante, hazlo. Yo estaré aquí-
Lo que dice suena convincente.
Lo que dice suena convincente.
“Ahora o nunca”, pienso en un
alarde de valor. Una parte de mí se mesa los cabellos y ordena que vuelva de
inmediato a la barcaza. Oigo su consternado grito barruntando peligro, pero la curiosidad dirige ahora mis actos. Introduzco la cabeza en el agua y escucho el murmullo
del aire al atravesar el tubo. El resto es puro silencio.
La belleza que oteo en las profundidades no
admite comparación con cualquier paisaje que haya presenciado anteriormente. Plantas
multicolores ondeando como cabellos mecidos por un viento a cámara lenta, corales multiformes, bancos de peces
rutilantes o teñidos de arco iris con formas y tamaños diversos, rayas, pulpos, tortugas y hasta una barracuda
de dientes afilados bajo la sombra que proyecta el bote. Me siento puro
asombro. Como si hubiera descubierto un tesoro raro y único. El corazón me late
a toda prisa, impaciente por adentrarse en ese universo cuya belleza aún no me veo capaz de clasificar o describir con palabras.
Cuando retiro la cabeza del manto
de agua, el hombre permanece junto a mí.
-Lindo, ¿verdad?. Y los peces te ignoran cuando tú los respetas.
-le oigo decir -Creí que te quedarías ahí dentro -añade explayando una sonrisa
que bajo su piel tostada resulta deslumbrante.
-Es muy hermoso. Increíble- le
respondo.
El se ajusta las gafas y habla
con voz nasal.
-Sígueme. Voy a mostrarte un
mundo que recordarás siempre.
Hay noches en que la imagen
insólita de las profundidades del arrecife aparece en mi sueño. Noches
en que abro los ojos turbada por el recuerdo de tanta belleza, me pellizco y
me digo, “Sí. Es cierto que lo viste”.
© Fotos y texto Isabel Ripoll